dilluns, 24 de maig del 2010

Caiguda


Aquesta és la història d'un home que cau d'un edifici de 50 pisos. Per a tranquil·litzar-se mentre cau al buit es repeteix: "Fins ara tot va bé, fins ara tot va bé, fins ara tot va bé... però l'important no és la caiguda sinó l'aterratge."
Mathieu Kassovitz, "La Haine" 1995

dilluns, 17 de maig del 2010

La muerte cincuenta y una de John Rivers de Francisco Casavella

A todos les mataban antes o después, pero John Rivers era el que se moría mejor.
De eso hace más de treinta años. Se les podía ver desde primera hora de la mañana, a veces muy temprano, en La Tropicana, y en una mesa del fondo se quedaban todo el día: desde que el olor del café mezclado con el desinfectante, el zumbido de las máquinas y los bostezos llenaban el aire, hasta que el mareante recuerdo de la fritanga gobernaba desde hacía horas los mostradores y las ropas de aletargados camareros. Casi nunca dormían, o dormían en coches, después de una juerga, o en pensiones de las que se mudaban cada dos por tres. En La Tropicana se lavaban, allí se afeitaban, y allí ocupaban una mesa del fondo. Chocaban las copas unas con otras, se revolvían las fichas del dominó, se empuñaba el naipe y se estoqueaba profesionalmente contra el mármol, se discutía. A veces, alguno tenía una cita con alguna camarera recién conocida; otras, venía a saludarles la estrella de la película —o lo hacía desde lejos, era lo mismo— y todos le llamaban por su nombre de pila, a gritos, demostrando familiaridad; luego se hacían un par de conjeturas, medio comentario con la boca torcida, hasta que uno de ellos cortaba la baraja y decía al de su lado: «Da cartas de una vez». En lo que todos estaban de acuerdo era en la hora precisa que les marcaba el tablón de la productora, y todos, repitiendo el viejo chiste que aún sorprendía a algún despistado, se levantaban y decían: «Anda, vamos, que nos tienen que matar».
La mayoría había hecho de todo: el hombre que lee el periódico junto al protagonista, el tipo al que preguntan la hora, el recepcionista del hotel y el matón del gángster. Muchos pistoleros a sueldo en los tórridos desiertos de Arizona. Señalaban los carteles de las películas y alardeaban: «Ésa la hice yo», «La hicimos con Closas y Arturo Fernández, hace años», «Un reparto internacional, no te creas».
Tres balas para Ringo y otra para ti, Cava tu fosa y calla, Dos hombre y una horca, películas así, semana tras semana. Ganaban dinero (no mucho, pero más del que podrían ganar en cualquier otra parte) y lo gastaban, y todos esperaban ese momento decisivo en que habrían de filmarles un primer plano, antes de que el bueno de la película les acribillase a tiros. Llevarse las manos al pecho, una mueca, caer de rodillas, la cara contra el suelo, sin respirar, hasta que el director decía: «Corten».
A mediados de los sesenta se hacían muchas películas del oeste, y había muertes abundantes para todos (a veces, alguno repetía con un nuevo bigote o con barba, pero ya sin primer plano). Por aquel entonces a John Rivers le quedaban muy pocas muertes para llegar a la cincuenta y una.
Había llegado cuatro años antes, pequeño, muy moreno y muy delgado, con cara de haber salido de su pueblo la noche anterior.
—¿Has hecho algo de cine? —le habían preguntado.
—Algo… —lo que contestaban todos.
—¿De acomodador? ¿En tu pueblo? —y se habían reído. Era el chiste de siempre.
—No hay cine en mi pueblo, ya no —había contestado John Rivers con esos ojos grandes y tristes que necesitaban empequeñecerse a cada momento, y aún arrastraban el cansancio de un vagón de tercera y largas pausas nocturnas en estaciones de enlace; un cansancio que se extendía a las mejillas, a la nuca y a los hombros, que pudiera haber estado siempre allí, o quizá no —las desgracias y las turbulencias vitales que a todos atenazaban y todos callaban—, pero que, desde luego, allí se quedó para siempre.
Le hicieron la prueba. Se la hacían a todos los que venían buscando trabajo, pero muy pocos la pasaban. No era tan fácil estar en la mesa del fondo de La Tropicana.
Le dieron una pistola de pega.
—Ahora dime: «Te voy a matar».
Aquí los candidatos solían reírse primero y luego se encajaban a sí mismos una cara de sufrir úlcera de estómago. Pero John Rivers no hizo nada de eso; apretó la pistola con fuerza y dijo la frase sin mover un músculo del rostro, tensándolo nada más.
—Lástima que no sea guapo —dijo la Rosa, que era la que contrataba a la gente.
—Lástima que no sea más feo —dijo otro.
Pero nadie reía porque todos sabían que los dos llevaban razón. Allí, para ganar dinero de verdad, era cuestión de ser muy guapo o muy feo. Tener una cara.
—Ahora, te van a disparar y te vas a morir. ¿Está claro? Dos tiros —le dijeron.
—Dos tiros… —repitió Juan, mientras se limpiaba el sudor de las manos en los pantalones y se llevaba la pistola de un lado al otro de la mano.
La misma Rosa se puso enfrente de él y dijo «Bang», y luego repitió «Bang». La Rosa no era muy buena diciendo eso, pero como si la primera bala fuera lo más inesperado del mundo (había decidido ser él quien matara al otro y no al revés), John Rivers miró más allá de su contrincante, los ojos se le llenaron de amargura y dejó caer la pistola, despacio, eso fue todo. Con lo que se suponía era la segunda bala, cayó para atrás, los dos pies pateando el aire un difícil segundo, y al caer no picó con las manos en el suelo, que era el truco para no hacerse daño; prefirió el gran espaldarazo, el riesgo. Se quedó un rato tumbado boca arriba y luego suspiró. En realidad, todo ocurrió muy rápido. Aquella había sido su primera muerte.
—Vale, este tío vale. Estás contratado… Pero ten cuidado: si sigues así, te vas a romper en dos cualquier día.
John Rivers se levantó, volvió a secarse el sudor de las palmas en los pantalones, recogió la pistola del suelo y preguntó dónde la dejaba. No sabía idiomas, pero podía aprender. No sabía montar a caballo, pero podía aprender.
—Vale, vale… Está bien que te guste mejorar, pero aún no has empezado. ¿Cómo te llamas?
—Juan Ríos…
—Muy bien. —Alguien le apuntó en una lista.
—Perdón, pero preferiría llamarme John Rivers. Es mi nombre, pero en inglés.
—Como tú quieras, Rivers. Ya veo que has empezado con los idiomas.
—La verdad es que me lo dijo…
—Oye, Rivers, tengo trabajo. En el bar de aquí al lado están tus compañeros. Se llama La Tropicana. Preséntate y pasa un buen día. Ellos ya te irán enseñando.
Para llegar a la muerte cincuenta y una, la que interesa aquí, Rivers tuvo que echar muchas partidas en la mesa del fondo de La Tropicana, beber cientos de copas. No tenía mucha suerte con las chicas —la que tenían todos, si descontamos algún espabilado— ni demostró demasiado talento para contar anécdotas o ayudar a que el tiempo pasara. No es que no fuera hablador; una vez hubo cogido confianza con sus compañeros hablaba mucho, pero no tenía chispa, y cuando empezaba a decir algo, lo acababa muy pocas veces, como si se diera cuenta a mitad de una historia o de una explicación de que aquello no valía la pena. Cuando llegaba la hora, todos se levantaban, y, muchas veces, vestidos ya de pistoleros del oeste, salían hacia el estudio para que los mataran. Y, eso sí, John Rivers era el que se moría mejor. Sin picar el suelo con las manos, jugándose la espalda.
Una noche, con la jornada concluida, los ceniceros llenos, y las copas de las últimas partidas alrededor de las listas donde se apuntaban las deudas (siempre se apuntaban las deudas, y no pocas veces se perdonaban), como en broma, algunos de los de la mesa del fondo decidieron seguir a John Rivers. Rivers había quedado con «alguien»; llevaba varias semanas diciendo lo mismo y no daba más detalles, ni siquiera entrecortados, a su manera, y eso hacía sospechar a los otros. Le empezaron a seguir y le vieron meterse en un cine. No era de reputación dudosa, como tantos cines del Paralelo: eso hacía aumentar el misterio. Esperaron cinco minutos y se decidieron a entrar. Muy fea debía ser la tía que se trajinaba Rivers para quedar con ella en un cine; o muy guapa y su mezquindad de pueblo no quería que ninguno de los otros la compartiese siquiera con la mirada. Saludaron al acomodador (que les conocía y les trataba como a estrellas), y uno detrás de otro, apelotonados en uno de los pasillos laterales, aguantando la risa de las muchas copas, fueron oteando el patio de butacas hasta que dieron con él. Estaba solo, en la tercera fila, con los fogonazos de luz que venían de la pantalla retratándole la cara una y otra vez; una cara que abría y cerraba los ojos, que aleteaba la nariz y movía los hombros estremecidos, una boca que quería hablar y sólo emitía el pitido casi inaudible entre el sonido de la película y sus ecos en las paredes de la sala, como el de un ratón que corriera bajo los asientos. Algo que no tenía nada que ver con la película, sino con el ataque de nervios de un sonámbulo. «Cada día no, pero muchos sí… Den la película que den. A veces se pone a imitar a los actores, pero casi siempre acaba así. Después se va a la mitad», les dijo el acomodador cuando salían.
Y un día empezó el revuelo. Los estudios, sin ser nada del otro mundo, tenían fama de estar bien equipados; los técnicos eran rápidos, había buenos hoteles y buenos restaurantes cerca. Llegaron los franceses (y las francesas) a hacer una película, y después hubo una segunda, y el día en que empezó el revuelo de verdad, a los de la mesa del fondo les dijeron que el mismísimo Jean Paul Belmondo venía tres días a rodar unas escenas allí. Le vieron entrar en La Tropicana. Moreno, radiante, millonario, protegido por una corte de aduladores que hacía cuanto el astro deseaba. Aquello sí era una cara: la viva demostración para los de la mesa del fondo de que precisamente aquella mesa, esas botellas y las interminables listas de puntos y deudas —columnas que se iban torciendo conforme llegaba el final de la página y cifras trazadas con mayor torpeza a medida que transcurrían las horas— eran lo máximo a lo que se podía aspirar. Pero ¿qué más daba? El segundo día de rodaje, Belmondo entró otra vez en el bar, envuelto en agasajos. Habló con uno de los miembros de su corte y los dos se pusieron a mirar a los de la mesa del fondo. La estrella sonrió, hizo un gesto, y le dijo a John Rivers en francés: «Tú, el que se muere tan bien, acércate un momento». Sorprendido, Rivers se levantó y se acercó a Belmondo. Se sentaron los dos en una mesa. Belmondo gesticulaba ampliamente, le daba golpes en el hombro a Rivers, lanzaba el dedo anular y decía «pimpan», y reía, mientras los de la mesa del fondo veían la nuca eternamente fatigada de John Rivers moverse adelante y atrás. Belmondo le dio a Rivers un fajo de billetes y se los metió en el bolsillo de la chaqueta. Rivers se levantó, saludó con la cabeza y, sin decir una palabra más, salió a la calle. Por la tarde, aún no había vuelto. Llegó la hora de rodar y el ayudante del director se puso a dar gritos y a preguntar dónde se había metido el figurante que faltaba en la lista. Uno de los secuaces de Belmondo se acercó a él, le dijo algo en el oído y el ayudante del director dijo que de acuerdo, que todo estaba bien. Aquella noche, Rivers no apareció, ni al día siguiente. Los de la mesa del fondo especulaban sobre su paradero, llamaron a su pensión, ninguna noticia. Como último recurso, decidieron ir al cine donde Rivers solía ir a cumplir su extraño ritual. Le preguntaron al acomodador, y alguno de ellos recuerda cómo el segundo de espera hasta que aquel hombre uniformado dijo «sí» se les antojó una cuestión de vida o muerte.

La muerte cincuenta y una de John Rivers (continuació)

Allí estaba John Rivers, los ojos abriéndose y cerrándose, los extraños movimientos de los hombros.
—Pse… ¡Juan! —le llamaron primero en voz baja y luego ya a viva voz—: ¡Juan!
Todo el cine chistaba exigiendo silencio. Eso fue lo que hizo que Rivers se pusiera a mirar a un lado y a otro, no se había dado cuenta de que sus compañeros le llamaban. Al verles, sonrió, se levantó y fue hasta ellos. «¿Nos tomamos algo? Yo invito», les dijo.
—El primer día me dio veinte mil pesetas —explicaba—. Me dijo que él no podía salir por las noches, que le conocía todo el mundo y era una lata. Imagínate, todos sabrían que Belmondo se había ligado a ésta, o a esta otra. Por eso me dio las veinte mil pesetas y me dijo, bueno no me lo dijo, pero me lo dio a entender… Por el francés, no por otra cosa, que él lo decía bien claro.
—Bueno, tío, ¿pero qué te dijo?
—Que buscara dos chicas, una para él y otra para mí, y que le esperara con las dos en el bar del hotel. Que no me preocupara de nada. Es un tío muy simpático, como nosotros, muy natural…
—Ya…
—Nos hemos hechos muy amigos —Rivers sacó un papel—: Me ha dado una dirección. Quiere que trabaje con él, que el francés lo aprenderé sobre la marcha. Dice que soy un tipo en el que se puede confiar. Mañana voy a mi pueblo y luego a Francia.
«Vas a triunfar, tío», le dijeron todos, y todos deseaban que volviera al cabo de una semana con el rabo entre las piernas. A morirse mejor que nadie, que era lo único que sabía hacer.
El estudio cerró al cabo de dos años. Salía muy caro mantenerlo. Echaban abajo los cines, y se hacían menos películas. A veces, uno conseguía algún trabajo, cuando se rodaba una película en Barcelona, pero ya no había preferencias, ni contratos, ni eran tan jóvenes, ni tan ágiles. Todos tuvieron que empezar a trabajar en otra cosa. De albañil, la mayoría. El que más suerte tuvo fue el que se colocó vendiendo electrodomésticos en una tienda del Paralelo. Pero duró poco y acabó de camarero en La Tropicana, mirando cada mañana la mesa desierta del fondo, mientras calentaba la máquina de café. La verdad sea dicha, a ninguno le duraba el trabajo en ninguna parte, porque morirse era lo único que sabían hacer de una manera decente; y habían probado la buena vida y, sobre todo, la habían visto probar durante demasiado tiempo, ahí, a su lado, a gente que respiraba el mismo aire que ellos; tenían la impresión de que esa maldición lanzada sobre John Rivers se hubiese vuelto en su contra. Pero Rivers seguía en Francia. Nadie sabía si hacía películas o no, porque ninguno de ellos iba al cine por nada del mundo. «Del cine se habla, pero no se ve.» «Yo es que ni paso por delante», decían cuando se encontraban.
Porque se encontraban a menudo. Bebían solos en las barras del Paralelo, ensimismados, evitándose durante las primeras copas, como si sentarse juntos a una mesa fuera la evidencia de que ya no habría más películas, el triste vacío de no poder levantarse llegada la hora y decir: «Va, que nos tienen que matar». Les gustaba contar historias a los camareros, a los chavales que conocían, convirtiéndose poco a poco en personajes pintorescos que un día lejano fueron vestidos a la moda, siempre riendo, siempre con dinero, y que ahora algunos señalaban por la calle.
Y cuando se encontraban volvían otra vez las mismas historias, y todos exageraban un poco y hasta mentían con un descaro que se aceptaba, porque les permitía, llegada la ocasión, mentir y exagerar también.
Uno de esos atardeceres amargos que empujan a la misma gente a idéntico lugar, se encontraron algunos. Habían pasado los años y sobrevivían, y eso merecía unas copas caras. Fueron a tomarlas y ahí en la barra estaba el dueño de los antiguos estudios, solo, bebiendo whisky. Se alegró de verles y les preguntó por su vida, y en un arrebato de generosidad (de la que muy pocas veces había hecho gala) les invitó a cenar. Decididamente, era una noche para hablar de los viejos tiempos.
Se contaron muchas anécdotas. Todos exageraron y mintieron y se alegraron por ello. La conversación les llevó a hablar de John Rivers y de lo bien que se moría.
—Nunca supimos cómo hacía para que el sombrero, el de cowboy, le saliera volando mientras caía. Para mí que movía las orejas. Que se lo sacaba el tío con las orejas, te lo digo yo.
—Y tenía una espalda de acero, el cabrón.
—Pobre Juan… —dijo el dueño.
—¿Por qué «pobre Juan»?
—No tuvo suerte. Y ese chico, con otra cara y otra formación…
Cada uno miraba al de enfrente y se daba cuenta de cómo el otro respiraba aliviado. «¿Qué hace ahora?», era la pregunta, pero nadie se atrevía a formularla.
—Está en un cine de Conde del Asalto, vende tabaco y chicles y esas cosas… Un día le vi y le saludé y no dijo nada. El acomodador me dijo que nunca hablaba.
Alguien se levantó, tropezó con la mesa, y esgrimiendo delante de todos una sonrisa beoda, dijo: «Voy a buscarlo».
Y salió del altillo del restaurante donde estaban, tropezando una y otra vez contra la baranda de la escalera.
—A éste no le vemos más —dijo uno.
—Hasta el próximo banquete —dijo otro, y le guiñó un ojo al antiguo dueño. El antiguo dueño acabó de encender su cigarro y miró hacia otro lado.
La conversación se fue apagando y, tenía que llegar el momento, el antiguo dueño hizo la pregunta fatal:
—Bueno, ¿y qué hacéis ahora?
Todos se encogieron de hombros y entonces fueron ellos los que se pusieron a mirar a otro lado.
—Ahora rodamos de tarde en tarde. Culos y tetas, lo que se lleva ahora. Pero a veces puede salir alguna cosilla… Si me dais vuestro teléfono…
—Yo, tetas… —dijo uno observándose el pecho, y sólo él se rió de su chiste.
—Yo es que me cambio mucho de casa —dijo otro—. Y vivir con la angustia de que me has llamado y yo sin enterarme, la verdad, no.
Se escuchó un estruendo en la escalera. El que había ido a buscar a John Rivers apareció ante ellos, gateando por los últimos peldaños de la escalera. Resoplaba.
—Con ustedes… —quiso hacer un guiño (era la noche de los guiños) y sólo pudo cerrar los ojos—. Con ustedes, John Rivers, el hombre que se muere mejor.
Subiendo los escalones lentamente, con un maletín en la mano, su negocio, el lugar donde guardaba los chicles y el tabaco y las otras cosas que vendía, John Rivers apareció por fin. Sonreía. Saludó con la cabeza a sus camaradas y estrechó la mano del antiguo dueño. Tenía el pelo completamente blanco, pero el rostro liso, sin arrugas, como si le hubieran estirado la piel. Los ojos seguían siendo grandes, y él seguía esforzándose para que no lo fueran; ya no parecía haber abandonado su pueblo la noche anterior, parecía haber abandonado otro planeta. Había envejecido, como todos, pero de una forma extraña. Una caducidad que corre pareja con la locura.
—Éste no se ha vuelto viejo, se ha vuelto antiguo —susurró uno al oído del otro.
—Venga, siéntate y tómate un whisky —le dijeron a John Rivers. Y él se sentó y miró fijamente cómo el whisky caía en el vaso y lo siguió mirando cuando la mano que sujetaba la botella había desaparecido hacía rato. John Rivers, haciendo pinza con los dedos, metió la mano en el vaso y sacó los cubitos.
—Sin hielo… Belmondo lo toma sin hielo.
—Bueno, Juanito, ¿qué hiciste con Belmondo? —preguntó uno, y las miradas empezaron a rebotar unas contra otras, como si se condenaran a compartir la responsabilidad de la pregunta.
—Cosas… —un largo silencio—. Películas y cosas… —John Rivers seguía mirando el vaso fijamente. En su mano derecha se derretía el hielo que había rescatado de las profundidades del whisky. Enseguida, ladeó la mano, los devolvió al interior del vaso y dijo:
—No, con hielo, los tomaba con hielo.
Volvieron las anécdotas, y la nuca y los hombros cansados de John Rivers recibieron palmadas afectuosas.
—¡Qué bien te morías, cabrón! Lo decíamos todos.
Sin dejar de mirar su vaso, pero sin tocarlo ni una vez, John Rivers afirmaba con la cabeza; estaba completamente de acuerdo en que no había nadie que se muriera mejor. Los demás sí tocaban sus vasos y bebían, y el antiguo dueño parecía llevar la cuenta de todas las copas que se llenaban y vaciaban.
—Aún nos harías una demostración —le dijo alguien a John Rivers, y él, sin dejar de mirar su vaso intacto, afirmó con la cabeza.
—Venga, venga, que ya no estamos para esos trotes —dijo el antiguo dueño, que no dejaba de mirar las escaleras. Alguno más estuvo de acuerdo con él.
—Lo puedo hacer perfectamente. Y mejor que antes —dijo entonces John Rivers. Cogió el vaso y se lo bebió de un trago como si fuera agua.
Todos se volvieron a mirar. Se hicieron señas. Finalmente, el antiguo dueño dio su autorización.
No cambiaréis nunca. Yo no me hago responsable. Y aquí me conocen mucho… No sé…
Se apartaron sillas y se corrieron mesas hasta dejar la máxima superficie libre. Cuando todo estuvo preparado, John Rivers, sonriendo con suficiencia, se levantó y se situó en medio el altillo. Uno cogió las pinzas de la cubitera, las empuñó como si fuera una pistola y se situó frente a él. Dijo:
—Qué, Rivers, ¿te mato ya?
Rivers se secó el sudor de las manos en los pantalones, arqueó las piernas y afirmó con la cabeza.
—¡Bang!
Sólo hubo un «¡Bang!», pero el que lo pronunció puso tanto empeño y oficio en su cometido, que el esfuerzo de su disparo parecía merecer una muerte proporcional. John Rivers salió despedido hacia atrás, las dos piernas tijereteando el aire un peligroso segundo, el silbido de la ropa y el estallido del cuerpo de John Rivers contra el tabique; luego, la nuca hacia atrás, los brazos y las piernas desmadejados, cayó al suelo, dio una vuelta, inerme, y ahí se quedó boca arriba.
—¡Qué está pasando allá arriba! —gritó alguien desde la barra.
—Nada, nada —tranquilizó el antiguo dueño, pero se levantó alarmado. John Rivers seguía en la misma posición.
Todos se fueron acercando a él, despacio, entre susurros que auguraban lo peor, y le rodearon como buitres que sobrevuelan un cadáver de los tantos que han yacido en los tórridos desiertos de Arizona.
El dueño se arrodilló junto a él y le zarandeó.
—Juan, Juan… ¿Te encuentras bien?
Entonces, saliendo del sueño de viento y polvo, acompañado por las notas del piano que vuelve a los saloons una vez ha finalizado el tiroteo y el duro silencio, cuando las copas vuelven a deslizarse sobre la barra y las chicas alegres acompañan con sus gritos el can-can, y se reanudan las partidas y todo sigue igual, siempre igual, congelado para la eternidad, atrezo, cartón piedra y plástico, bajo los focos y en la gloria, sumergido en ese instante perfecto donde no se respira hasta que el director ordena «Corten», John Rivers sonrió lleno de felicidad y dijo:
—Cincuenta y una.
John Rivers murió de verdad hace cuatro o cinco años. O siete. Aunque puede que haga más.

dissabte, 15 de maig del 2010

Pregúntale al polvo


YO era joven, pasaba hambre, bebía, quería ser escritor. Casi todos los libros que leía pertenecían a la Biblioteca Municipal del centro de Los Angeles, pero nada de cuanto me caía en las manos tenía que ver conmigo, con las calles, ni con las personas que me rodeaban. Me daba la sensación de que todos se dedicaban a hacer juegos de prestidigitación con las palabras, que aquellos que no tenían prácticamente nada que decir pasaban por escritores de primera línea. Sus libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo, y era esto lo que se leía, se enseñaba en las escuelas, se digería y se transmitía. Era un invento cómodo, una Logocultura ingeniosa y prudente. Había que volver a los autores anteriores a la Revolución Rusa para encontrar algo de aventura, un poco de pasión. Había excepciones, pero eran tan escasas que se agotaban rápidamente y uno se quedaba sin saber qué hacer ante las filas interminables de libros insípidos. A pesar de todo lo que podía haberse aprendido en los siglos precedentes, los autores modernos no eran lo que se dice muy hábiles.
Cogía de las estanterías un libro tras otro. ¿Por qué nadie decía nada? ¿Por qué no alzaba nadie la voz por encima de la de los demás?
Probé en las distintas secciones de la biblioteca. La sala de Religión me pareció un páramo tan vasto como inútil. Fui a la de Filosofía. Di con un par de alemanes resentidos que me estimularon una temporada, hasta que los olvidé. Probé con las matemáticas, pero las matemáticas superiores no se diferenciaban de la religión. no me afectaban en absoluto. Lo que yo buscaba no se encontraba al parecer en ninguna parte.
Probé con la geología, y al principio sentí cierta curiosidad, pero me resultó insustancial a la postre.
Descubrí ciertos libros sobre cirugía y me gustaron los libros sobre cirugía: las palabras eran nuevas y maravillosas las ilustraciones. En concreto, me gustaron y memoricé los detalles de las operaciones del mesocolon.
Al final abandoné la cirugía y volví a la gran sala abarrotada de autores de novelas y cuentos. (Cuando tenía morapio en abundancia no iba por la biblioteca. Una biblioteca era un lugar estupendo para pasar el rato cuando no se tenía nada para comer o beber y cuando la dueña de la casa le perseguía a uno con los recibos atrasados del alquiler. En la biblioteca, por lo menos, se podía ir al lavabo sin problemas.) Vi muchísimos compañeros de vagabundeo allí, y casi todos dormidos sobre el libro abierto.
Seguí recorriendo la sala general de lectura, cogiendo libros de los estantes, leyendo unas cuantas líneas, unas cuantas páginas, y dejándolos en su sitio a continuación.
Pero cierto día cogí un libro, lo abrí y se produjo un descubrimiento. Pasé unos minutos hojeándolo. Y entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en los basureros municipales, me llevé el libro a una mesa. Las líneas se encadenaban con soltura a lo largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía propia y lo mismo sucedía con los siguientes. La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se había esculpido algo. He allí, por fin, un hombre que no se asustaba de los sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como imprevisto.
Tenía tarjeta de lector. Rellené la hoja del servicio de préstamo, me llevé el libro a casa, me tumbé en la cama, me puse a leerlo y mucho antes de acabarlo supe que había dado con un autor que había encontrado una forma distinta de escribir. El libro se titulaba Pregúntale al polvo y el autor se llamaba John Fante. Tendría una influencia vitalicia en mis propios libros. Acabé Pregúntale al polvo y busqué más libros de Fante en la biblioteca. Encontré dos. Dago red y Espera a la primavera, Bandini. La calidad era la misma, se habían escrito con el corazón y las entrañas y no hablaban de otra cosa.
Sí, Fante tuvo sobre mí un efecto poderoso. Poco después de leer los libros que he citado conviví con una mujer. Estaba más alcoholizada que yo, sosteníamos peleas violentas y a menudo le gritaba: «¡No me llames hijo de puta! ¡Yo soy Bandini, Arturo Bandini!».
Fante fue para mí como un dios, pero yo sabía que a los dioses hay que dejarles en paz, que no hay que llamar a su puerta. Sin embargo, me ponía a hacer conjeturas sobre el punto exacto de Angel’s Flight en que al parecer había vivido y hasta pensaba que a lo mejor seguía viviendo allí. Casi todos los días pasaba por el lugar y me preguntaba: ¿será ésa la ventana por la que se deslizaba Camila? ¿Es ésa la puerta de la pensión? ¿Es ése el vestíbulo? No lo he sabido nunca.
Treinta y nueve años más tarde he vuelto a leer Pregúntale al polvo. Quiero decir que lo he vuelto a leer este año y que todavía se sostiene, al igual que las demás obras de Fante, pero que éste es el libro que prefiero porque constituyó mi primer encuentro con la magia. Escribió otros libros, además de Dago red y Espera a la primavera, Bandini. Por ejemplo, Plenitud de vida y The brotherhood of the grape. En la actualidad está escribiendo otra novela, A dream of Bunker Hill.
Al final, gracias a otras vicisitudes, he conocido al novelista este mismo año. Queda mucho por decir de la vida de John Fante. Una vida con una suerte extraordinaria, con un destino horrible y llena de una valentía tan natural como insólita. Es posible que se cuente algún día, aunque creo que a él no le gustaría que yo la contase aquí. Permítaseme decir, sin embargo, que en su forma de escribir y en su forma de vivir se dan las mismas constantes: fuerza, bondad y comprensión.
Es todo.
A partir de este momento, el libro pertenece al lector.

CHARLES BUKOWSKI

05-06-1979

Pròleg del llibre de John Fante "Pregúntale al polvo"

divendres, 14 de maig del 2010

Dirty realism


El realisme brut, no té a veure amb una lloança de les escombraries, ni del llenguatge groller, ni dels personatges de femer, sinó amb una forma de narrar històries.

El realisme brut es caracteritza per la seva tendència a la sobrietat, la precisió i una parquetat extrema en l'ús de les paraules en tot el que es refereix a descripció. Els objectes, els personatges, les situacions han de trobar-se caracteritzats de la manera més concisa i superficial possible.
El realisme brut ha de explicar històries amb naturalitat, sense afegir figures retòriques, fugint de moralitats i deixant-les sense tancar, sense resoldre.

El realisme brut és un gènere minimalista, renúncia a tot allò que no sigui imprescindible per a la narració, les descripcions són mínimes; el llenguatge és ters i pla; les històries conten anècdotes petites, i els personatges simplement sobreviuen com poden a la desesperança i la mediocritat.

El realisme brut no mostra les grans passions desmesurades ni els sentiments més elevats de l'esperit humà, sinó que la vida en els seus simples moments sigui bona o dolenta.

El realisme brut parla del comú i quotidià com element més important i consubstancial de la nostra existència de persones grises enfonsades en el fang.

El realisme brut té com a grans representants als narradors nord-americans John Fante (1909-1983), Charles Bukowski (1920-1994), Raymond Carver (1938-1988), Richard Ford (1944), Tobias Wolff (1945) i Chuck Palahniuk (1962).

Realment brut.

dijous, 13 de maig del 2010

accatone


Accattone passa tot el dia a les tavernes, mentre que Maddalena, la dona amb qui viu, exerceix com a prostituta per poder-lo mantenir. Un dia, Maddalena és detinguda i condemnada a presó. A partir d’aquest moment, Accattone, al qual li han pres el seu mitjà de subsistència, es veu condemnat a dur una vida miserable. Fins i tot ha de demanar ajut a la seva dona legítima, Ascenza, a la que va abandonar fa anys.

Pier Paolo Pasolini
1961

Charles Bukowski-Pájaro azul

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí dentro, no voy
a permitir que nadie
te vea.

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero yo le echo whisky encima y me trago
el humo de los cigarrillos,
y las putas y los camareros
y los dependientes de ultramarinos
nunca se dan cuenta
de que esté ahí dentro.

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí abajo, ¿es que quieres
hacerme un lío?
¿es que quieres joder
mis obras?
¿es que quieres que se hundan las ventas de mis libros
en Europa?

hay un pájaro azul en mi corazón
que quiere salir
pero soy demasiado listo, sólo le dejo salir
a veces por la noche
cuando todo el mundo duerme.
le digo ya sé que estás ahí,
no te pongas
triste.

luego lo vuelvo a introducir,
y él canta un poquito
ahí dentro, no le he dejado
morir del todo
y dormimos juntos
así
con nuestro
pacto secreto
y es tan tierno como
para hacer llorar
a un hombre, pero yo no
lloro,
¿lloras tú?