dilluns, 17 de maig del 2010

La muerte cincuenta y una de John Rivers de Francisco Casavella

A todos les mataban antes o después, pero John Rivers era el que se moría mejor.
De eso hace más de treinta años. Se les podía ver desde primera hora de la mañana, a veces muy temprano, en La Tropicana, y en una mesa del fondo se quedaban todo el día: desde que el olor del café mezclado con el desinfectante, el zumbido de las máquinas y los bostezos llenaban el aire, hasta que el mareante recuerdo de la fritanga gobernaba desde hacía horas los mostradores y las ropas de aletargados camareros. Casi nunca dormían, o dormían en coches, después de una juerga, o en pensiones de las que se mudaban cada dos por tres. En La Tropicana se lavaban, allí se afeitaban, y allí ocupaban una mesa del fondo. Chocaban las copas unas con otras, se revolvían las fichas del dominó, se empuñaba el naipe y se estoqueaba profesionalmente contra el mármol, se discutía. A veces, alguno tenía una cita con alguna camarera recién conocida; otras, venía a saludarles la estrella de la película —o lo hacía desde lejos, era lo mismo— y todos le llamaban por su nombre de pila, a gritos, demostrando familiaridad; luego se hacían un par de conjeturas, medio comentario con la boca torcida, hasta que uno de ellos cortaba la baraja y decía al de su lado: «Da cartas de una vez». En lo que todos estaban de acuerdo era en la hora precisa que les marcaba el tablón de la productora, y todos, repitiendo el viejo chiste que aún sorprendía a algún despistado, se levantaban y decían: «Anda, vamos, que nos tienen que matar».
La mayoría había hecho de todo: el hombre que lee el periódico junto al protagonista, el tipo al que preguntan la hora, el recepcionista del hotel y el matón del gángster. Muchos pistoleros a sueldo en los tórridos desiertos de Arizona. Señalaban los carteles de las películas y alardeaban: «Ésa la hice yo», «La hicimos con Closas y Arturo Fernández, hace años», «Un reparto internacional, no te creas».
Tres balas para Ringo y otra para ti, Cava tu fosa y calla, Dos hombre y una horca, películas así, semana tras semana. Ganaban dinero (no mucho, pero más del que podrían ganar en cualquier otra parte) y lo gastaban, y todos esperaban ese momento decisivo en que habrían de filmarles un primer plano, antes de que el bueno de la película les acribillase a tiros. Llevarse las manos al pecho, una mueca, caer de rodillas, la cara contra el suelo, sin respirar, hasta que el director decía: «Corten».
A mediados de los sesenta se hacían muchas películas del oeste, y había muertes abundantes para todos (a veces, alguno repetía con un nuevo bigote o con barba, pero ya sin primer plano). Por aquel entonces a John Rivers le quedaban muy pocas muertes para llegar a la cincuenta y una.
Había llegado cuatro años antes, pequeño, muy moreno y muy delgado, con cara de haber salido de su pueblo la noche anterior.
—¿Has hecho algo de cine? —le habían preguntado.
—Algo… —lo que contestaban todos.
—¿De acomodador? ¿En tu pueblo? —y se habían reído. Era el chiste de siempre.
—No hay cine en mi pueblo, ya no —había contestado John Rivers con esos ojos grandes y tristes que necesitaban empequeñecerse a cada momento, y aún arrastraban el cansancio de un vagón de tercera y largas pausas nocturnas en estaciones de enlace; un cansancio que se extendía a las mejillas, a la nuca y a los hombros, que pudiera haber estado siempre allí, o quizá no —las desgracias y las turbulencias vitales que a todos atenazaban y todos callaban—, pero que, desde luego, allí se quedó para siempre.
Le hicieron la prueba. Se la hacían a todos los que venían buscando trabajo, pero muy pocos la pasaban. No era tan fácil estar en la mesa del fondo de La Tropicana.
Le dieron una pistola de pega.
—Ahora dime: «Te voy a matar».
Aquí los candidatos solían reírse primero y luego se encajaban a sí mismos una cara de sufrir úlcera de estómago. Pero John Rivers no hizo nada de eso; apretó la pistola con fuerza y dijo la frase sin mover un músculo del rostro, tensándolo nada más.
—Lástima que no sea guapo —dijo la Rosa, que era la que contrataba a la gente.
—Lástima que no sea más feo —dijo otro.
Pero nadie reía porque todos sabían que los dos llevaban razón. Allí, para ganar dinero de verdad, era cuestión de ser muy guapo o muy feo. Tener una cara.
—Ahora, te van a disparar y te vas a morir. ¿Está claro? Dos tiros —le dijeron.
—Dos tiros… —repitió Juan, mientras se limpiaba el sudor de las manos en los pantalones y se llevaba la pistola de un lado al otro de la mano.
La misma Rosa se puso enfrente de él y dijo «Bang», y luego repitió «Bang». La Rosa no era muy buena diciendo eso, pero como si la primera bala fuera lo más inesperado del mundo (había decidido ser él quien matara al otro y no al revés), John Rivers miró más allá de su contrincante, los ojos se le llenaron de amargura y dejó caer la pistola, despacio, eso fue todo. Con lo que se suponía era la segunda bala, cayó para atrás, los dos pies pateando el aire un difícil segundo, y al caer no picó con las manos en el suelo, que era el truco para no hacerse daño; prefirió el gran espaldarazo, el riesgo. Se quedó un rato tumbado boca arriba y luego suspiró. En realidad, todo ocurrió muy rápido. Aquella había sido su primera muerte.
—Vale, este tío vale. Estás contratado… Pero ten cuidado: si sigues así, te vas a romper en dos cualquier día.
John Rivers se levantó, volvió a secarse el sudor de las palmas en los pantalones, recogió la pistola del suelo y preguntó dónde la dejaba. No sabía idiomas, pero podía aprender. No sabía montar a caballo, pero podía aprender.
—Vale, vale… Está bien que te guste mejorar, pero aún no has empezado. ¿Cómo te llamas?
—Juan Ríos…
—Muy bien. —Alguien le apuntó en una lista.
—Perdón, pero preferiría llamarme John Rivers. Es mi nombre, pero en inglés.
—Como tú quieras, Rivers. Ya veo que has empezado con los idiomas.
—La verdad es que me lo dijo…
—Oye, Rivers, tengo trabajo. En el bar de aquí al lado están tus compañeros. Se llama La Tropicana. Preséntate y pasa un buen día. Ellos ya te irán enseñando.
Para llegar a la muerte cincuenta y una, la que interesa aquí, Rivers tuvo que echar muchas partidas en la mesa del fondo de La Tropicana, beber cientos de copas. No tenía mucha suerte con las chicas —la que tenían todos, si descontamos algún espabilado— ni demostró demasiado talento para contar anécdotas o ayudar a que el tiempo pasara. No es que no fuera hablador; una vez hubo cogido confianza con sus compañeros hablaba mucho, pero no tenía chispa, y cuando empezaba a decir algo, lo acababa muy pocas veces, como si se diera cuenta a mitad de una historia o de una explicación de que aquello no valía la pena. Cuando llegaba la hora, todos se levantaban, y, muchas veces, vestidos ya de pistoleros del oeste, salían hacia el estudio para que los mataran. Y, eso sí, John Rivers era el que se moría mejor. Sin picar el suelo con las manos, jugándose la espalda.
Una noche, con la jornada concluida, los ceniceros llenos, y las copas de las últimas partidas alrededor de las listas donde se apuntaban las deudas (siempre se apuntaban las deudas, y no pocas veces se perdonaban), como en broma, algunos de los de la mesa del fondo decidieron seguir a John Rivers. Rivers había quedado con «alguien»; llevaba varias semanas diciendo lo mismo y no daba más detalles, ni siquiera entrecortados, a su manera, y eso hacía sospechar a los otros. Le empezaron a seguir y le vieron meterse en un cine. No era de reputación dudosa, como tantos cines del Paralelo: eso hacía aumentar el misterio. Esperaron cinco minutos y se decidieron a entrar. Muy fea debía ser la tía que se trajinaba Rivers para quedar con ella en un cine; o muy guapa y su mezquindad de pueblo no quería que ninguno de los otros la compartiese siquiera con la mirada. Saludaron al acomodador (que les conocía y les trataba como a estrellas), y uno detrás de otro, apelotonados en uno de los pasillos laterales, aguantando la risa de las muchas copas, fueron oteando el patio de butacas hasta que dieron con él. Estaba solo, en la tercera fila, con los fogonazos de luz que venían de la pantalla retratándole la cara una y otra vez; una cara que abría y cerraba los ojos, que aleteaba la nariz y movía los hombros estremecidos, una boca que quería hablar y sólo emitía el pitido casi inaudible entre el sonido de la película y sus ecos en las paredes de la sala, como el de un ratón que corriera bajo los asientos. Algo que no tenía nada que ver con la película, sino con el ataque de nervios de un sonámbulo. «Cada día no, pero muchos sí… Den la película que den. A veces se pone a imitar a los actores, pero casi siempre acaba así. Después se va a la mitad», les dijo el acomodador cuando salían.
Y un día empezó el revuelo. Los estudios, sin ser nada del otro mundo, tenían fama de estar bien equipados; los técnicos eran rápidos, había buenos hoteles y buenos restaurantes cerca. Llegaron los franceses (y las francesas) a hacer una película, y después hubo una segunda, y el día en que empezó el revuelo de verdad, a los de la mesa del fondo les dijeron que el mismísimo Jean Paul Belmondo venía tres días a rodar unas escenas allí. Le vieron entrar en La Tropicana. Moreno, radiante, millonario, protegido por una corte de aduladores que hacía cuanto el astro deseaba. Aquello sí era una cara: la viva demostración para los de la mesa del fondo de que precisamente aquella mesa, esas botellas y las interminables listas de puntos y deudas —columnas que se iban torciendo conforme llegaba el final de la página y cifras trazadas con mayor torpeza a medida que transcurrían las horas— eran lo máximo a lo que se podía aspirar. Pero ¿qué más daba? El segundo día de rodaje, Belmondo entró otra vez en el bar, envuelto en agasajos. Habló con uno de los miembros de su corte y los dos se pusieron a mirar a los de la mesa del fondo. La estrella sonrió, hizo un gesto, y le dijo a John Rivers en francés: «Tú, el que se muere tan bien, acércate un momento». Sorprendido, Rivers se levantó y se acercó a Belmondo. Se sentaron los dos en una mesa. Belmondo gesticulaba ampliamente, le daba golpes en el hombro a Rivers, lanzaba el dedo anular y decía «pimpan», y reía, mientras los de la mesa del fondo veían la nuca eternamente fatigada de John Rivers moverse adelante y atrás. Belmondo le dio a Rivers un fajo de billetes y se los metió en el bolsillo de la chaqueta. Rivers se levantó, saludó con la cabeza y, sin decir una palabra más, salió a la calle. Por la tarde, aún no había vuelto. Llegó la hora de rodar y el ayudante del director se puso a dar gritos y a preguntar dónde se había metido el figurante que faltaba en la lista. Uno de los secuaces de Belmondo se acercó a él, le dijo algo en el oído y el ayudante del director dijo que de acuerdo, que todo estaba bien. Aquella noche, Rivers no apareció, ni al día siguiente. Los de la mesa del fondo especulaban sobre su paradero, llamaron a su pensión, ninguna noticia. Como último recurso, decidieron ir al cine donde Rivers solía ir a cumplir su extraño ritual. Le preguntaron al acomodador, y alguno de ellos recuerda cómo el segundo de espera hasta que aquel hombre uniformado dijo «sí» se les antojó una cuestión de vida o muerte.

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