dilluns, 17 de maig del 2010

La muerte cincuenta y una de John Rivers (continuació)

Allí estaba John Rivers, los ojos abriéndose y cerrándose, los extraños movimientos de los hombros.
—Pse… ¡Juan! —le llamaron primero en voz baja y luego ya a viva voz—: ¡Juan!
Todo el cine chistaba exigiendo silencio. Eso fue lo que hizo que Rivers se pusiera a mirar a un lado y a otro, no se había dado cuenta de que sus compañeros le llamaban. Al verles, sonrió, se levantó y fue hasta ellos. «¿Nos tomamos algo? Yo invito», les dijo.
—El primer día me dio veinte mil pesetas —explicaba—. Me dijo que él no podía salir por las noches, que le conocía todo el mundo y era una lata. Imagínate, todos sabrían que Belmondo se había ligado a ésta, o a esta otra. Por eso me dio las veinte mil pesetas y me dijo, bueno no me lo dijo, pero me lo dio a entender… Por el francés, no por otra cosa, que él lo decía bien claro.
—Bueno, tío, ¿pero qué te dijo?
—Que buscara dos chicas, una para él y otra para mí, y que le esperara con las dos en el bar del hotel. Que no me preocupara de nada. Es un tío muy simpático, como nosotros, muy natural…
—Ya…
—Nos hemos hechos muy amigos —Rivers sacó un papel—: Me ha dado una dirección. Quiere que trabaje con él, que el francés lo aprenderé sobre la marcha. Dice que soy un tipo en el que se puede confiar. Mañana voy a mi pueblo y luego a Francia.
«Vas a triunfar, tío», le dijeron todos, y todos deseaban que volviera al cabo de una semana con el rabo entre las piernas. A morirse mejor que nadie, que era lo único que sabía hacer.
El estudio cerró al cabo de dos años. Salía muy caro mantenerlo. Echaban abajo los cines, y se hacían menos películas. A veces, uno conseguía algún trabajo, cuando se rodaba una película en Barcelona, pero ya no había preferencias, ni contratos, ni eran tan jóvenes, ni tan ágiles. Todos tuvieron que empezar a trabajar en otra cosa. De albañil, la mayoría. El que más suerte tuvo fue el que se colocó vendiendo electrodomésticos en una tienda del Paralelo. Pero duró poco y acabó de camarero en La Tropicana, mirando cada mañana la mesa desierta del fondo, mientras calentaba la máquina de café. La verdad sea dicha, a ninguno le duraba el trabajo en ninguna parte, porque morirse era lo único que sabían hacer de una manera decente; y habían probado la buena vida y, sobre todo, la habían visto probar durante demasiado tiempo, ahí, a su lado, a gente que respiraba el mismo aire que ellos; tenían la impresión de que esa maldición lanzada sobre John Rivers se hubiese vuelto en su contra. Pero Rivers seguía en Francia. Nadie sabía si hacía películas o no, porque ninguno de ellos iba al cine por nada del mundo. «Del cine se habla, pero no se ve.» «Yo es que ni paso por delante», decían cuando se encontraban.
Porque se encontraban a menudo. Bebían solos en las barras del Paralelo, ensimismados, evitándose durante las primeras copas, como si sentarse juntos a una mesa fuera la evidencia de que ya no habría más películas, el triste vacío de no poder levantarse llegada la hora y decir: «Va, que nos tienen que matar». Les gustaba contar historias a los camareros, a los chavales que conocían, convirtiéndose poco a poco en personajes pintorescos que un día lejano fueron vestidos a la moda, siempre riendo, siempre con dinero, y que ahora algunos señalaban por la calle.
Y cuando se encontraban volvían otra vez las mismas historias, y todos exageraban un poco y hasta mentían con un descaro que se aceptaba, porque les permitía, llegada la ocasión, mentir y exagerar también.
Uno de esos atardeceres amargos que empujan a la misma gente a idéntico lugar, se encontraron algunos. Habían pasado los años y sobrevivían, y eso merecía unas copas caras. Fueron a tomarlas y ahí en la barra estaba el dueño de los antiguos estudios, solo, bebiendo whisky. Se alegró de verles y les preguntó por su vida, y en un arrebato de generosidad (de la que muy pocas veces había hecho gala) les invitó a cenar. Decididamente, era una noche para hablar de los viejos tiempos.
Se contaron muchas anécdotas. Todos exageraron y mintieron y se alegraron por ello. La conversación les llevó a hablar de John Rivers y de lo bien que se moría.
—Nunca supimos cómo hacía para que el sombrero, el de cowboy, le saliera volando mientras caía. Para mí que movía las orejas. Que se lo sacaba el tío con las orejas, te lo digo yo.
—Y tenía una espalda de acero, el cabrón.
—Pobre Juan… —dijo el dueño.
—¿Por qué «pobre Juan»?
—No tuvo suerte. Y ese chico, con otra cara y otra formación…
Cada uno miraba al de enfrente y se daba cuenta de cómo el otro respiraba aliviado. «¿Qué hace ahora?», era la pregunta, pero nadie se atrevía a formularla.
—Está en un cine de Conde del Asalto, vende tabaco y chicles y esas cosas… Un día le vi y le saludé y no dijo nada. El acomodador me dijo que nunca hablaba.
Alguien se levantó, tropezó con la mesa, y esgrimiendo delante de todos una sonrisa beoda, dijo: «Voy a buscarlo».
Y salió del altillo del restaurante donde estaban, tropezando una y otra vez contra la baranda de la escalera.
—A éste no le vemos más —dijo uno.
—Hasta el próximo banquete —dijo otro, y le guiñó un ojo al antiguo dueño. El antiguo dueño acabó de encender su cigarro y miró hacia otro lado.
La conversación se fue apagando y, tenía que llegar el momento, el antiguo dueño hizo la pregunta fatal:
—Bueno, ¿y qué hacéis ahora?
Todos se encogieron de hombros y entonces fueron ellos los que se pusieron a mirar a otro lado.
—Ahora rodamos de tarde en tarde. Culos y tetas, lo que se lleva ahora. Pero a veces puede salir alguna cosilla… Si me dais vuestro teléfono…
—Yo, tetas… —dijo uno observándose el pecho, y sólo él se rió de su chiste.
—Yo es que me cambio mucho de casa —dijo otro—. Y vivir con la angustia de que me has llamado y yo sin enterarme, la verdad, no.
Se escuchó un estruendo en la escalera. El que había ido a buscar a John Rivers apareció ante ellos, gateando por los últimos peldaños de la escalera. Resoplaba.
—Con ustedes… —quiso hacer un guiño (era la noche de los guiños) y sólo pudo cerrar los ojos—. Con ustedes, John Rivers, el hombre que se muere mejor.
Subiendo los escalones lentamente, con un maletín en la mano, su negocio, el lugar donde guardaba los chicles y el tabaco y las otras cosas que vendía, John Rivers apareció por fin. Sonreía. Saludó con la cabeza a sus camaradas y estrechó la mano del antiguo dueño. Tenía el pelo completamente blanco, pero el rostro liso, sin arrugas, como si le hubieran estirado la piel. Los ojos seguían siendo grandes, y él seguía esforzándose para que no lo fueran; ya no parecía haber abandonado su pueblo la noche anterior, parecía haber abandonado otro planeta. Había envejecido, como todos, pero de una forma extraña. Una caducidad que corre pareja con la locura.
—Éste no se ha vuelto viejo, se ha vuelto antiguo —susurró uno al oído del otro.
—Venga, siéntate y tómate un whisky —le dijeron a John Rivers. Y él se sentó y miró fijamente cómo el whisky caía en el vaso y lo siguió mirando cuando la mano que sujetaba la botella había desaparecido hacía rato. John Rivers, haciendo pinza con los dedos, metió la mano en el vaso y sacó los cubitos.
—Sin hielo… Belmondo lo toma sin hielo.
—Bueno, Juanito, ¿qué hiciste con Belmondo? —preguntó uno, y las miradas empezaron a rebotar unas contra otras, como si se condenaran a compartir la responsabilidad de la pregunta.
—Cosas… —un largo silencio—. Películas y cosas… —John Rivers seguía mirando el vaso fijamente. En su mano derecha se derretía el hielo que había rescatado de las profundidades del whisky. Enseguida, ladeó la mano, los devolvió al interior del vaso y dijo:
—No, con hielo, los tomaba con hielo.
Volvieron las anécdotas, y la nuca y los hombros cansados de John Rivers recibieron palmadas afectuosas.
—¡Qué bien te morías, cabrón! Lo decíamos todos.
Sin dejar de mirar su vaso, pero sin tocarlo ni una vez, John Rivers afirmaba con la cabeza; estaba completamente de acuerdo en que no había nadie que se muriera mejor. Los demás sí tocaban sus vasos y bebían, y el antiguo dueño parecía llevar la cuenta de todas las copas que se llenaban y vaciaban.
—Aún nos harías una demostración —le dijo alguien a John Rivers, y él, sin dejar de mirar su vaso intacto, afirmó con la cabeza.
—Venga, venga, que ya no estamos para esos trotes —dijo el antiguo dueño, que no dejaba de mirar las escaleras. Alguno más estuvo de acuerdo con él.
—Lo puedo hacer perfectamente. Y mejor que antes —dijo entonces John Rivers. Cogió el vaso y se lo bebió de un trago como si fuera agua.
Todos se volvieron a mirar. Se hicieron señas. Finalmente, el antiguo dueño dio su autorización.
No cambiaréis nunca. Yo no me hago responsable. Y aquí me conocen mucho… No sé…
Se apartaron sillas y se corrieron mesas hasta dejar la máxima superficie libre. Cuando todo estuvo preparado, John Rivers, sonriendo con suficiencia, se levantó y se situó en medio el altillo. Uno cogió las pinzas de la cubitera, las empuñó como si fuera una pistola y se situó frente a él. Dijo:
—Qué, Rivers, ¿te mato ya?
Rivers se secó el sudor de las manos en los pantalones, arqueó las piernas y afirmó con la cabeza.
—¡Bang!
Sólo hubo un «¡Bang!», pero el que lo pronunció puso tanto empeño y oficio en su cometido, que el esfuerzo de su disparo parecía merecer una muerte proporcional. John Rivers salió despedido hacia atrás, las dos piernas tijereteando el aire un peligroso segundo, el silbido de la ropa y el estallido del cuerpo de John Rivers contra el tabique; luego, la nuca hacia atrás, los brazos y las piernas desmadejados, cayó al suelo, dio una vuelta, inerme, y ahí se quedó boca arriba.
—¡Qué está pasando allá arriba! —gritó alguien desde la barra.
—Nada, nada —tranquilizó el antiguo dueño, pero se levantó alarmado. John Rivers seguía en la misma posición.
Todos se fueron acercando a él, despacio, entre susurros que auguraban lo peor, y le rodearon como buitres que sobrevuelan un cadáver de los tantos que han yacido en los tórridos desiertos de Arizona.
El dueño se arrodilló junto a él y le zarandeó.
—Juan, Juan… ¿Te encuentras bien?
Entonces, saliendo del sueño de viento y polvo, acompañado por las notas del piano que vuelve a los saloons una vez ha finalizado el tiroteo y el duro silencio, cuando las copas vuelven a deslizarse sobre la barra y las chicas alegres acompañan con sus gritos el can-can, y se reanudan las partidas y todo sigue igual, siempre igual, congelado para la eternidad, atrezo, cartón piedra y plástico, bajo los focos y en la gloria, sumergido en ese instante perfecto donde no se respira hasta que el director ordena «Corten», John Rivers sonrió lleno de felicidad y dijo:
—Cincuenta y una.
John Rivers murió de verdad hace cuatro o cinco años. O siete. Aunque puede que haga más.

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